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LA NATURALEZA Y LA IDEA DE UN MUNDO HECHO POR EL HOMBRE
Norman Crowe 1997 (Extracto; traducción libre)

Prefacio
Este libro indaga las relaciones entre el mundo hecho por el hombre y la naturaleza manifiestas en lo que construimos -aldeas y ciudades, granjas y jardines, nuestra arquitectura y obras de ingeniería civil-, un ambiente hecho por el hombre sobre el cual tenemos algún control directo. A través de esta aproximación a la arquitectura y el urbanismo, el libro apunta a una teoría general del medio humano en que el mundo construido es visto como una especie de naturaleza en sí mismo. Como el mundo natural a partir del cual es creado, el mundo construido responde a sus propias reglas, sus propios medios de cambio y permanencia a través de la interacción de un sinnúmero de fuerzas. Entre todas esas fuerzas intervinientes, es de máxima importancia nuestra naturaleza humana en todas sus dimensiones, incluida nuestra búsqueda de significado en las cosas que creamos, la naturaleza intrínseca de los materiales con que construimos un mundo para nosotros mismos y nuestra idea de la naturaleza misma.
La tesis de este libro es que cuando pasamos por alto las maneras largamente elaboradas de hacer las cosas corremos un gran riesgo. La noción moderna de que el entorno urbano y arquitectónico debe ser reinventado “libre de los constreñimientos del pasado” supone que por medios científicos estamos en condiciones de hacernos cargo de todos los factores que los procesos de la tradición han armonizado en una larga secuencia evolutiva del mundo hecho por el hombre a través del ensayo y el error, de un paciente perfeccionamiento y de sutiles ajustes a las incontables características humanas que son tan importantes para una vida satisfactoria de las comunidades y de los individuos.
El punto de partida para una investigación como esta es necesariamente volverse hacia los orígenes de los intentos humanos por construir asentamientos permanentes. Al mundo primordial de nuestros ancestros neolíticos, de quienes heredamos la idea del habitar urbano y la geometría que imponemos sobre el paisaje natural, podemos trazar nuestra arquitectura, jardines y planeamiento urbano merced a una elaboración a través de sucesivas transformaciones. Es desde aquellos tiempos de la historia humana que la impronta del hombre comenzara a emerger en el paisaje natural y su expresión más característica –su artificio expresado por medio de la geometría- revelara su audaz vocación de colonizar la tierra.
Al haber perfeccionado progresivamente nuestro ambiente, este se ha alejado de la naturaleza que alguna vez le sirviera de paradigma. No obstante, quedan vestigios del pasado incorporados en ese mundo de nuestra propia creación, así como en nuestras posturas hacia él, y ellos continúan recordándonos nuestros orígenes. Esos vestigios son importantes reflejos de nuestros antecesores, pero actualmente a menudo desconocemos su presencia.
(...) Aunque la lógica hegeliana podría concluir que el ambiente construido es, de algún modo, natural, una visión semejante es utilizada demasiado frecuentemente para justificar acciones que sabemos contrarias a los mejores intereses de la humanidad. No podemos presumir que la evolución de todas nuestras cosas –entre ellas ciudades, edificios, instrumentos de guerra o nuestro efecto destructivo sobre el medio natural- es el resultado inevitable de un “proceso natural”. Si la inteligencia humana, su capacidad de juicio y elección consciente pueden ser considerados en tal forma –como componentes inherentes a la naturaleza misma- el determinismo ciego está fuera de cuestión. En otras palabras, la opción racional es parte de lo que llamamos “la naturaleza humana” y, por ello, parte constitutiva del ambiente hecho por el hombre.
(...) Queda por saber si una investigación como esta resulta útil, si proporciona una información capaz de cambiar el modo como pensamos y actuamos en el mundo práctico del presente. En nuestra creciente preocupación actual por el ambiente, nos hemos centrado en proteger a la naturaleza de la industrialización y la expansión de la población humana. Sin embargo, deberíamos reconocer que nuestra actitud hacia la naturaleza es inseparable del modo como encaramos nuestro propio mundo –el mundo de las ciudades, los edificios y obras de ingeniería que implantamos reconfigurando el paisaje natural-. La crisis ambiental nos ha sobrevenido por dar por garantido nuestro mundo construido. Sin embargo, hay veces en que percibimos una relación entre nuestra actitud hacia la naturaleza y hacia el mundo que hemos creado dentro de ella. Podemos sentirnos convocados, por ejemplo, cuando algo tan simple como un viejo edificio o una fila de árboles arrasados por “el progreso” de la ciudad provoca una poderosa reacción pública. En tales ocasiones nos damos cuenta de que tiene que haber otras fuerzas más fundamentales en juego que generan reacciones tan fuertes. Incluso los arquitectos y urbanistas, y otros profesionales responsables de la construcción y el mantenimiento del ambiente construido, tienden a aceptar que las decisiones basadas en criterios económicos adoptadas por promotores y organismos gubernamentales son correctas, desde que los resultados económicos afectan directamente el bienestar de una comunidad. Quizás nuestra comprensión implícita de las cosas sea más compleja de lo que creemos. Todos tenemos una visión del mundo, aunque no nos demos cuenta. Demasiado a menudo nuestras posturas se basan en asunciones incuestionadas, porque el entendimiento profundo es más difícil que se abra paso. Por eso es importante para todos –especialmente para arquitectos, planificadores y agentes políticos- apartarse cada tanto de los asuntos inmediatos para mirar las cosas desde otra perspectiva, verlas en un contexto mucho más amplio y poner en tela de juicio la propia visión del mundo.
Hace apenas un siglo o algo así, comenzamos a crear lugares llamados “museos de historia natural” para exposición de los artefactos de “sociedades primitivas” y lugares llamados “galerías de bellas artes” y “museos de ciencia y técnica” para los artefactos de sociedades industriales y sus inmediatos predecesores. Lo que supone que las sociedades primitivas son naturales, mientras que nosotros no, y que nuestros artefactos son científicos, tecnológicos y artísticos , mientras que los de ellos no. Sin embargo, a poco de reflexionar sabemos que las cosas y lugares creados por todas las sociedades resultan de acciones colectivas realizadas en un sistema cultural particular, siempre como expresiones, en una u otra forma, de una voluntad colectiva. Todos compartimos una propensión fundamental hacia la creatividad y un deseo de modelar nuestro medio de acuerdo a nuestros ideales y a lo que percibimos como nuestras necesidades. La intención de este libro es revelar algo de la evidencia de esta propensión y deseo natural, tal como se manifiestan en el mundo construido, contrapuesto –tanto en la realidad como en nuestra mente- al mundo natural.

La idea de un mundo hecho por el hombre
Revelamos nuestra presencia en el mundo creando lugares –edificios, haciendas, villas, y ciudades-. Ellos se insertan directa o indirectamente en el medio natural y nos sirven como una especie de naturaleza artificial o “segunda naturaleza”, usando el término de Cicerón, que somos capaces de controlar como los dioses de nuestro pasado remoto eran considerados capaces de controlar el mundo natural afuera de nuestra puerta. De todos modos, las fuentes fundamentales de nuestro conocimiento continúan radicadas en la naturaleza. Es decir que la naturaleza –nuestro primer ambiente- fue nuestra fuente primordial de conocimiento externo y objeto de nuestra especulación sobre nosotros mismos en relación con todo lo demás. A través de la extensión de nuestra imaginación creamos nuestras cosmologías a partir de lo que observábamos en la naturaleza: la vida y la muerte, el paso de los días y las estaciones, la geometría de los puntos cardinales, la bóveda del cielo y la riqueza espacial de la tierra y la variedad interminable de lo viviente en la tierra y el mar. Habiendo abandonado el Edén al crear una “segunda naturaleza” propia, nuestra misión ha sido nutrirla y perfeccionarla constantemente –incluso, por lo visto, en detrimento del mundo natural del que fue creada-.
(...) La investigación de este libro comenzó con una búsqueda acerca de la compulsión humana de crear arquitectura en vez de un simple y funcional albergue. Esta tendencia es tan fundamental que la damos por sentada. Pero en comparación con otras criaturas vivientes, somos los únicos que dirigimos nuestros esfuerzos a hacer de nuestro albergue construcciones que pueden llamarse obras de arte. Desde enderezar un cuadro colgado en una pared perfectamente ortogonal hasta diseñar una fachada perfectamente proporcionada, estamos compelidos a buscar la perfección en ese mundo de nuestra propia hechura. Esta observación no es nueva, por supuesto. El arquitecto romano del primer siglo A.C., Vitruvio, se maravillaba ante el reconocimiento de que, de todas las criaturas vivientes, sólo los humanos crean geometría y “hablan filosofía”.
¿Cuándo comenzó todo? El antropólogo Peter Wilson ve la evidencia en la Edad Neolítica, cuando los asentamientos permanentes empezaron a tener lugar dentro del paisaje natural. Él se maravilla por la rapidez y la extensión de la transición de una vida de cazadores-recolectores inmersa en la naturaleza al esfuerzo humano por crear su propio ambiente. Contemplando aquellos primeros asentamientos rudimentarios y la “revolución urbana” de la Edad de Bronce, señala: “Si los seres humanos se habían contentado por varios cientos de miles de años errando sin refugio y con una mínima tecnología, ¿por qué repentinamente (en términos históricos) se volvieron aparentemente obsesionados por la arquitectura; por no simplemente instalarse en un lugar fértil protegido de los elementos, sino por erigir edificios y ciudades que compitieran en grandeza con la misma naturaleza? En un lapso muy breve, un nómade vagabundo se convirtió en homo faber, hombre que fabrica, y así creador de su propio lugar, su propia versión del mundo natural.
Como ocurre inevitablemente con esta clase de proyectos, las preguntas iniciales condujeron a otras igualmente fundamentales y germinales. Una exploración de aquel impulso humano de crear artefactos imbuidos de cierta belleza, distintos y reconocibles dentro del gran mundo natural, llevó a cuestionarse, más allá, por qué el mundo de nuestra creación está hecho para distinguirse del mundo natural antes que nada. Ciertamente, esta observación no es nueva. Como demuestra la cita del comienzo de este capítulo, Cicerón hizo una similar en el S. I A.C. Hoy, sin embargo, tendemos a buscar explicaciones en la ciencia contemporánea. Sobresalen entre estas las explicaciones de Darwin acerca de la búsqueda humana de orden y perfección en un mundo físico aparte del natural. Pero si ellas son acertadas, si “la naturaleza humana” nos compele a crear nuestra cultura y nuestro propio ambiente, distinto y contrastante con el paisaje natural que nos rodea, ¿podemos entonces asumir nuestro entorno construido también como una especie de naturaleza? Hace tres siglos Blaise Pascal se planteaba similares cavilaciones:
Pero ¿qué es la naturaleza? ¿Acaso la costumbre no es natural? Mucho me temo que la naturaleza es, ella misma, sólo una primera costumbre, al igual que la costumbre es una segunda naturaleza.
(...) La teoría darwiniana (...) demuestra que la búsqueda de orden en nuestro entorno es un mecanismo que ha evolucionado para asegurar nuestra supervivencia en un mundo azaroso e impredecible. De aquí hay un paso a la noción de que estamos compelidos por algo que llamamos “naturaleza humana” a aplicar nuestra búsqueda de orden en la naturaleza a lo que creamos para nosotros mismos: nuestras culturas y el medio físico que nos fabricamos en forma de ciudades y edificios. El mundo hecho por el hombre es una naturaleza alternativa, por así decir, creada por el artificio y nacida como reflejo de nuestra maravilla ante el medio natural. La exploración en los capítulos siguientes parte de la asunción de que existe una relación directa entre ambos mundos, tanto a nivel subliminal como consciente.

La búsqueda de un mundo equilibrado
Qué constituye un equilibrio ideal entre el mundo humano y la naturaleza obviamente no es igual para cualquiera y en cualquier lugar. No es una definición científica sino un imperativo humano que proviene de una visión particular de lo que cada uno de nosotros cree que es el mundo, la naturaleza, el individuo y la sociedad; de qué son el pasado y el futuro. En otras palabras, es una cosmovisión. Lo que es común a muchas cosmovisiones es una idealización de un sensible estado de equilibrio entre el medio construido y la naturaleza que evoca esa cualidad especial que llamamos armonía.
(...) Nuestra noción de equilibrio entre nuestro medio construido y el medio natural cambia constantemente, condicionada tanto por la experiencia personal y las convenciones religiosas y culturales como por el conocimiento científico más reciente.

La dualidad Hombre-Naturaleza
Ver el mundo como una dualidad Hombre-Naturaleza es parte de nuestra cultura, normal a nuestra existencia. Nuestra conciencia nos induce a experimentar el mundo como externo, a separarnos de la naturaleza y verla como independiente de nuestras acciones y hasta como adversaria a nuestros fines. Parafraseando a Teilhard de Chardin: “El caballo, como el hombre, sabe dónde poner el pie, pero sólo el hombre sabe que lo sabe.” Esta autoconciencia es lo que nos separa de la naturaleza y nos posibilita reflejarnos en ella, abriendo el audaz proyecto de crear, en su lugar, un mundo que es expresión física de nuestra cultura.
Si sólo estuviéramos armados de nuestras manos y nuestro intelecto como medios para manipular la naturaleza de acuerdo a nuestros deseos, seguramente fracasaríamos. Además, tenemos la capacidad de abstraer, una notable capacidad de “imaginar” –formarnos una imagen mental de cómo son las cosas y cómo querríamos que fueran-. Sin el llamado “ojo de la mente”, no podríamos concebir un mundo físico que todavía no existe. Somos observadores de la naturaleza, seres cuya capacidad de artificio los separa y, al mismo tiempo, los une a ella. (...) Los artesanos de la Edad Glacial recordaron a las bestias que habitaban su mundo y re-crearon imágenes de ellas en las paredes de las cavernas, dotándolas de un poder mágico en vez de simplemente representarlas de un modo reconocible. Elevadas a la categoría de expresión artística, las figuras de las cavernas están hechas para trascender la naturaleza fáctica por medio de esa notable capacidad humana de re-crear a partir de su ejemplo –de “imitar la naturaleza”, un acto voluntario que los griegos llamaban “mimesis”.. Ese es, para nosotros, el sentido de las figuras de Lascaux o Altamira. La capacidad de “imaginar” del homo faber le permite ir de la cosa al significado y a la inversa al establecer su lugar dentro del reino más amplio de la naturaleza. Así exploramos la naturaleza, no sólo para satisfacer nuestras necesidades inmediatas de supervivencia, sino buscando la inmortalidad y el sentido al mismo tiempo.

Nuestra cambiante idea de la Naturaleza
La ciencia moderna ha pasado por tres hitos importantes que trastrocaron nuestro concepto de nosotros mismos en relación con la naturaleza: la revolución copernicana, el universo mecánico de Newton y la teoría de la evolución de Darwin. Estos tres acontecimientos –uno del S.XVI, uno del XVII y el tercero del XIX- cambiaron radicalmente nuestra visión de la naturaleza y, consecuentemente, de nosotros mismos. El primero de ellos colocó al sol, en vez de la tierra, en el centro del universo. El segundo pintó al universo regulado con la precisión de un reloj y el tercero desplazó al ser humano del centro de la creación divina. El primero y el último aparejaron un baño de humildad y, por supuesto, fueron recibidos con resistencia, angustia e incredulidad porque cada uno de ellos nos situó como parte de la naturaleza mucho más de lo que habíamos llegado a creernos. El del medio, por un lado nos dio seguridad porque nos dijo que la naturaleza podía ser entendida objetivamente y, hasta cierto punto, incluso manipulada y predecida; pero, al mismo tiempo, tornó a la humanidad agudamente consciente de un cosmos ampliamente más vasto e impersonal de lo que se pensaba. Nos dijo que el modo de entender la naturaleza radica en la abstracción de los números antes que en nuestras creencias en familiares mitos.
Mientras estas ideas y descubrimientos eventualmente nos devolvieron a la conciencia de nuestra comunidad con la naturaleza, también nos trajeron la revolución industrial, que nos distanció crecientemente del sentimiento íntimo de pertenencia a alguna clase de orden natural. Aprendimos a hibridar los cultivos, a transformar el mineral de hierro en automóviles y el carbón en electricidad, y esto nos animó a continuar viendo el medio natural como algo a explotar libremente y nos permitió organizar nuestra vida de un modo que nos aleja cada vez más de la naturaleza. Las luces de la ciudad borran las noches estrelladas, nuestros automóviles y aviones nos permiten atravesar el paisaje sin percibir su presencia y la maquinaria agrícola y los químicos hacen crecer los alimentos en una operación esencialmente mecánica. Resulta irónico que, mientras la ciencia ha demostrado que somos, a lo sumo, actores menores dentro del orden natural, nuestras acciones van en la dirección opuesta.
Los pueblos primitivos viven más cerca del medio natural y comprenden mejor que nosotros su comunidad con la naturaleza. Sentimos envidia por el respeto que ellos mantienen hacia el mundo natural. Vemos su existencia como armónica con la naturaleza porque esos pueblos tienden a ver su existencia como parte de un orden natural preexistente y no en oposición o en competencia con ese orden, como nosotros frecuentemente. Incluso nuestros antecesores de la era pre-industrial se consideraban parte de “una gran cadena del ser”, un continuo con el cosmos; una concepción que los situaba más cerca de la naturaleza que nuestro actual énfasis dualístico. Para nuestros ancestros y para esos pueblos primitivos que viven, podríamos decir, completamente como parte de la naturaleza, la dualidad Hombre-Naturaleza difícilmente es lo radical que nosotros creemos. Para nosotros, es inevitable. Permea nuestro pensamiento diario, está implícita en nuestras filosofías, religiones y sistemas legales y es especialmente inherente a los fundamentos y la orientación de nuestras ciencias.

La objetividad científica y la crítica humanística
Hoy en día existe una preocupación mundial por el equilibrio entre la naturaleza y nuestro mundo construido porque se ha hecho notorio que su relación otrora armoniosa se ha perdido. Con el ascenso de la ciencia moderna y su objetividad, y la consecuente expansión de las comunicaciones y la industrialización, nos hemos vuelto más conscientes de la interrelación de todo, tanto en nuestro medio como en el natural, pero esta conciencia aún no nos ha llevado a solucionar los problemas ambientales que nos afligen. Una explicación posible es que, desde que el pensamiento científico nos ha provisto de eficientes herramientas analíticas para entender la faz más obviamente determinística de las cosas, tendemos a apoyarnos en números, excluyendo valoraciones humanistas más intangibles. En otras palabras, nuestra tendencia es a separar aún más el mundo natural del mundo de nuestros ideales, creencias y necesidades existenciales, acrecentando la dualidad hombre-naturaleza tan propia de nuestra vivencia cultural.
(...) La crisis ambiental de nuestros días sigue creciendo a causa de nuestra deficiencia en reconocer la plena dimensión de nuestra relación con la naturaleza y en asumirla efectivamente como una abierta evidencia. Los problemas ambientales no conciernen sólo a la ciencia y la tecnología, sino también a las ideas, mitos y significados que tenemos asociados con la naturaleza. Las soluciones ofrecidas confían en un mayor refinamiento tecnológico, como primer gran responsable de los problemas ambientales. Buscar soluciones tecnológicas a los problemas molestos se ha convertido en nuestro modo característico de afrontar los problemas en general. Pero, como planteara hace algún tiempo el historiador Lynn White Jr., necesitamos igualmente una gran revisión ética. En su ensayo publicado en 1967, White postuló la necesidad de la emergencia de nuevos mitos y símbolos que corrijan las falencias de los viejos. Se refería a que determinadas enseñanzas judeo-cristianas integradas a nuestra cultura deberían ser relegadas, mientras que otras deberían ser revalorizadas para provocar un gran cambio de nuestro enfoque de explotar la naturaleza por uno de administrarla, reconociendo nuestro actual poder sobre ella. (...) En su argumentación, White enumeró las características de la ciencia y la tecnología occidental, y su reforzamiento en la tradición judeo-cristiana, que son antitéticas con la solución de la creciente crisis ecológica. White trazó las raíces ideológicas e intelectuales de nuestros problemas presentes desde la prehistoria a través de la ciencia y las filosofías griega, latina e islámica hasta Copérnico y Francis Bacon y hasta el momento de su ensayo, que precedió aproximadamente por una década el descubrimiento y la sustanciación de revelaciones tan importantes como el agujero en la capa de ozono, el calentamiento de la tierra y la lluvia ácida. Lo significativo de su proposición es que aporta un marco intelectual adecuado para la construcción de una solución efectiva.
(...) White no fue el único autor que abogó por un cambio en nuestro sistema de valores para abatir la crisis ecológica, pero su discurso fue pionero y elocuente. A pesar de la alegada debilidad de su sobreestimación del rol de la religión, su teoría ha generado una discusión que ha ampliado nuestro pensamiento sobre el ambiente y la cultura humana. Para la teoría de este libro, aporta otra voz, junto con la de MacLeish, que clama por ver en términos humanísticos, tanto como científicos, la evidencia fáctica aportada por la ciencia.

LA GEOMETRÍA Y LA PRIMACÍA DE LA VIVIENDA
(...) Habitar en domicilios fijos y permanentes permitió un control directo sobre el entorno inmediato por medio del reordenamiento intencional de los materiales naturales –madera, piedra y tierra- para atender las necesidades humanas. La vivienda y el asentamiento se volverían metafóricamente una nueva naturaleza, determinada y modelada por la mano del hombre. El fin de la vivienda y el asentamiento era establecer como fijos ciertos factores permanentemente cambiantes del mundo natural y, con ello, proveer un entorno predecible. Los graneros prolongaban la cosecha dentro del período muerto del invierno y simples chozas protegían a sus habitantes del frío invernal y los chaparrones del verano. El asentamiento vino a ser asumido como un baluarte contra la incertidumbre de la caprichosa naturaleza. Dado que el domicilio proveyó una alternativa al ambiente natural, era considerado poseedor de ciertas características naturales “conjuradas dentro de él”, por así decir. Estas primeras viviendas, como las de algunos pueblos primitivos actuales, a menudo estaban imbuidas de magia y ubicadas de acuerdo a una estricta orientación direccional y una alineación con los cielos o con un importante rasgo topográfico, como una montaña lejana o un lugar sagrado, o un importante rasgo del paisaje inmediatamente circundante. Así las viviendas podían integrarse con el orden del mundo infinitamente mayor externo a ellas. Las paredes eran análogas a las fronteras del cosmos, mientras que el piso era al techo como la tierra al cielo. (...)
Para ahondar en la noción de que el domicilio es visto como parte de la naturaleza, debemos considerar la situación en que la casa es parte de un aldea, no algo aislado en medio del mundo salvaje. Así, la casa se relaciona con el amplio mundo de la naturaleza como una parte constitutiva de la aldea. Y, consiguientemente, cada familia está en el grupo de familias que comprende la comunidad aldeana como cada casa en la aldea física. Tal como la casa es un cosmos para la familia, la aldea es un cosmos para los aldeanos. En las sociedades tradicionales frecuentemente es fácil detectar una jerarquía ordenada del individuo dentro de una familia y de la familia dentro de la comunidad, y ese orden se refleja en una relación jerárquica paralela entre la casa individual y la aldea física de que forma parte. Y, como la casa, las aldeas tradicionales están a menudo delimitadas por muros circundantes, perforados por portones cuidadosamente ubicados que, como la puerta de un domicilio individual, conectan la aldea con el mundo exterior –esto es, la naturaleza-.
(...)
De una vida en la naturaleza a vivir en un establecimiento formado por el hombre
(...) Es interesante especular acerca del efecto que un medio arquitectónico y urbano geométricamente ordenado puede haber tenido, una vez creado, en aquellos habitantes del Neolítico cuya vida cotidiana pasó a ser regulada por un mundo recién construido, en oposición al natural de su pasado ancestral. Esto es sugerir que el orden impartido a los artefactos, independientemente de su fuente, pudo servir de paradigma, influyendo el modo en que nuestros lejanos ancestros pensaban sobre sí mismos, continuaron estructurando su mundo e incluso vieron cada vez más al mundo natural como externo. Debe existir una relación dialéctica entre el orden que creamos y nuestra propensión a buscar un orden en la naturaleza. (...) Al nivel más básico, es decir que nuestra arquitectura nos proveyó de un modelo para el pensamiento estructurado. “Los planos de casas son símbolos prácticos mediadores entre los símbolos naturales del cuerpo y el ambiente (...)”. En la tradición de los navajos, por ejemplo, la construcción de un domicilio –un hogan- se considera un prerrequisito para ordenar la vida de un adulto. “Sin un hogan no puedes planificar. No puedes ir y planear otras cosas para tu futuro; primero tienes que construir un hogan. Luego te sientas adentro y puedes comenzar a planear.” (...) Aquí la casa es más que un simple albergue. Se la considera el paradigma fundamental de una existencia ordenada.

Tres casas en la naturaleza
Echar una mirada a algunos habitáculos “primitivos” sirve para ver cómo las primeras casas respondían a su entorno natural. (...) En las a veces llamadas “sociedades de bajo consumo energético”, es característico que la vivienda sea eficiente en su construcción y consumo energético. A efectos de tener una noción del amplio rango de adecuaciones a su entorno que los pueblos han sido capaces de hacer, compararemos tres viviendas dispares: un iglú del ártico, un hogan navajo del suroeste desértico norteamericano y una casa indígena del sudeste tropical asiático.
Cada una de estas viviendas está construida con mentalidad de máxima eficiencia; así, cada una está sensible, hasta delicadamente a tono con su entorno natural y clima. Pero todas ellas están basadas en los mismos principios físicos. Entre ellos están fenómenos tan conocidos y científicamente verificables como el hecho de que el aire caliente sube, mientras que el frío baja, de que el aire caliente y seco elimina la humedad que tiende a enfriar la piel mientras que el caliente y húmedo no, aunque esté en movimiento rápido, de que los materiales celulares son buenos aislantes térmicos mientras que los densos y sólidos no, que el calor es reflejado por las superficies brillantes y claras, mientras que es absorbido por las oscuras y mates, que el aire en movimiento promueve un efecto refrescante mientras que el quieto y confinado no y así sucesivamente.
No es sorprendente que el iglú sea una forma lisa y cerrada que atrapa en su interior el aire calentado por los cuerpos de sus moradores y la débil llama de la lámpara de aceite de ballena. Su larga entrada en forma de túnel con una pantalla de viento enfrente sitúa el área habitable alejada de los vientos actuantes sobre la “puerta” del frente. Su forma cupular, tanto como responde a principios estructurales, presenta la menor superficie posible al espacio exterior para la pérdida de calor, mientras esta misma forma en el interior tiende a reflejar y devolver el calor emitido por los ocupantes y su lámpara de aceite. El piso en que se sientan está elevado para minimizar la incidencia del aire frío y maximizar la del más caliente alrededor de las personas. Y finalmente, está construido de hielo, inmediatamente disponible y fácil de cortar con herramientas de hueso en bloques con que elevar muros prolijos y una fuerte cúpula de techo. Es un albergue temporal, fácil y rápido de construir, y su perfil curvo y suave es especialmente efectivo contra los fuertes vientos y el intenso frío del ártico. Cada característica de su forma y construcción parece ser una adaptación deliberada a las fuerzas y materiales naturales.
El hogan es construido con la tierra árida del desierto combinada con troncos y ramas recogidos en las montañas, frecuentemente a una considerable distancia de su emplazamiento. A diferencia del iglú, está concebido como una edificación permanente desde un comienzo. Sus paredes gruesas y oscuras absorben el calor solar diurno y luego radian parte de ese calor hacia el interior en la fría noche del desierto. Su entrada orientada al Este, fácilmente cerrada al frío nocturno con una cortina de cuero o tejido, capta los primeros rayos matinales de sol cuando la cortina es retirada para dar la bienvenida al día. El interior se organiza de modo que los miembros de la familia se sientan contra las paredes calientes alrededor del centro donde arde el fuego para cocinar; encima del hogar hay un agujero que da salida al humo y de día permite la entrada de luz. El agujero de humos es una conexión con el cielo, un evocador constante de la relación entre el mundo exterior y el interior.
Y finalmente, está la casa tropical, abierta, liviana y aireada. La casa tropical coloca a sus habitantes en alto, donde corren brisas, apartados de la tierra húmeda, sus insectos y sus reptiles. Su gran techo proporciona el máximo de sombra a la plataforma elevada habitable y la alta cumbrera permite que el aire caliente se eleve por encima de los habitantes y salga por sus extremos levantados. El perfil empinado del techo provee la máxima protección de los intensos chaparrones en la estación lluviosa. Mientras la esencia del iglú y el hogan puede entenderse como el claustro, en este caso es la máxima apertura.
Cada una de estas viviendas resultó y fue perfeccionada a lo largo de procesos evolutivos tradicionales a través del ensayo y el error. Una vez perfeccionadas, fácilmente pueden hacerse ajustes menores, modificaciones en su forma o materiales, para compensar cambios en las condiciones del entorno, siempre y cuando esos cambios en los requerimientos sociales o variaciones climáticas no sean demasiado grandes o repentinos. En este sentido, estas viviendas son como organismos vivientes, capaces de adaptarse gradualmente a su ambiente, en tanto permanecen esencialmente como al comienzo, delicada e inextricablemente relacionados con el medio natural circundante. Tal es siempre la condición de los procesos orientados por la tradición. La naturaleza se ve como compleja y variada y –más importante- inmediata y concreta. No es una naturaleza abstracta, sino directamente experimentada.
Estos domicilios pueden considerarse ejemplos altamente evolucionados del albergue básico. Sus relaciones directas, intrincadas y cuidadosas con su ambiente recuerdan constantemente a sus moradores que siempre debe existir consonancia entre lo que construyen y la naturaleza. Más allá de los requerimientos básicos del albergue, fungen como paradigmas de un orden humano construido en respuesta a un mundo natural inmediato y tangible.

La primacía de la vivienda
Si tratamos de imaginar cómo debe haber sido la primera construcción y, consecuentemente, la primera obra de arquitectura, podemos asumir que tiene que haber sido una casa. La idea de la casa como origen de la arquitectura es extendida en los mitos de todas las sociedades. Hasta los nombres que damos a diversos edificios no residenciales reflejan, ya sea su origen como casa o nuestro deseo de relacionarlos a un origen mítico como casa. (...) Martin Heidegger recorrió las fuentes y transformaciones lingüísticas de las palabras referentes a los lugares en que vivimos para demostrar la profunda importancia que tiene sobre nosotros el concepto de habitar. (...)
Su listado de lazos lingüísticos que muestran la importancia de la idea de “casa” desde nuestros inicios ancestrales comienza con una descripción de la palabra buan, con la que el inglés y el alemán antiguo denominaban a la construcción. Significaba “habitar”. En consecuencia, el acto de construir y la creación de un lugar donde habitar pueden verse como conceptualmente sinónimos; “construir” habría significado también “habitar”. Ser un humano significa estar en la tierra como ser mortal, habitar. Bauen, más tarde, significó proteger, preservar y cuidar (específicamente, cultivar la tierra). “Construir” era sí también “nutrir”. Heidegger prosigue concluyendo que construir es, en realidad, habitar y que es el acto de habitar lo que nos hace considerarnos humanos. Desde que la condición fundamental de habitar es nutrir, la noción dual del hombre y la naturaleza como entidades distintas y separadas se resuelve en este acto continuo y fundamental -el de habitar- que es “construir y nutrir”. En verdad, esto es estar en paz. La casa –aquella expresión primal de construcción-, vista como símbolo de una visión existencial, representa humanidad y paz, así como la noción de armonía entre el mundo construido y la naturaleza.
Al reconocer la unión entre la casa y el concepto de habitar, especialmente reflejada en el lenguaje, se sigue el que nuestro sentido del lugar donde habitamos coloca a la casa en el centro. Una definición moderna de “casa” es “una vivienda privada”. En cierto sentido, la casa encarna el centro del lugar que habitamos –nuestro solar o localidad, nuestro “mundo”-. La casa es habitualmente el centro de nuestro dominio, sea cual sea el tamaño de este. Así como la casa ocupa el centro de un dominio mayor, el hogar ocupa el centro de la casa. Tradicionalmente, el hogar ha sido el centro real y simbólico de las vidas de sus habitantes.
Actualmente, las connotaciones existenciales de la vivienda y el habitar son en general subconscientes, pero, velada o abierta, su influencia es parte constitutiva de nuestro ser. Gaston Bachelard anota el hecho común, aunque a menudo inconsciente, de que nuestra experiencia hogareña afecta el modo como entendemos el resto del mundo: “porque nuestra casa es nuestro rincón en el mundo. Como ha sido señalado a menudo, es nuestro primer universo, un cosmos real en todo sentido de la palabra.” Antes de ser “arrojado al mundo”, el hombre es acunado en la casa... la vida empieza contenida, encerrada, protegida en el seno hogareño.
Otro autor particularmente interesado en el significado que tiene para nosotros la vivienda es el historiador de religiones Mircea Eliade. Eliade mostró que incluso la concepción moderna del rol de la morada es un eco de una concepción antigua, imbuida de significado místico y religioso. El autor se remonta largamente para demostrar a través de ejemplos cómo las creencias y rituales religiosos practicados por pueblos primitivos tienen su réplica directa en prácticas y actitudes de las sociedades modernas, aunque actualmente están encubiertos por términos “más racionales” y seculares. Estas propensiones básicas permanecerían por ser naturales. Algunas de esas réplicas modernas incluyen ceremonias de coronamiento de edificios por medio de la sujeción de un retoño en su punto más alto, (...) y la costumbre de los nuevos ocupantes de una casa de cambiar alguna parte importante para “personalizarla” y así tomar verdaderamente posesión de ella, purgándola de la presencia de sus anteriores moradores. Otras más directas son las ceremonias de colocación de “la piedra fundamental”, la inauguración de un nuevo edificio con oraciones y riego de agua bendita en el umbral y el entierro de objetos sagrados en la fundación.
Eliade observó en la casa, lejos de un artefacto inerte, variedad de “máquina de vivir”, “el universo construido por el hombre para sí imitando la creación paradigmática de los dioses, una cosmogonía”. Cada construcción e inauguración de una nueva vivienda equivalen, en cierta medida, a un renacimiento, a una nueva vida... Incluso en las sociedades modernas, con su alto grado de desacralización, la fiesta y el regocijo que acompañan el establecimiento en una casa nueva todavía preservan la memoria de la exuberancia festiva que marcaba, hace mucho tiempo, la incipit vita nova. Por cierto, Eliade no es el único en anotarlo. Los estudios de campo antropológicos han registrado numerosos casos de establecimiento de una relación directa entre la morada y el cosmos. En sus estudios de ciertas aldeas amazónicas la antropóloga Christine Hugh-Jones observa: “La gente necesita trasponer el sistema del universo y sus procesos creativos a los sistemas concretos que es capaz de controlar, o al menos modificar, con acciones prácticas. A esos efectos, construye sus casas representando al universo.”
Al igual que Heidegger, Eliade postuló que los edificios públicos complejos descienden de humildes residencias. Hasta la arquitectura religiosa puede considerarse como una evolución de la arquitectura doméstica más común, reflejando anteriores nociones sagradas asociadas a la vivienda. Según Eliade, “la arquitectura religiosa simplemente adoptó y desarrolló el simbolismo cosmológico ya presente en la estructura de los habitáculos primitivos.”

Fuentes naturales de la geometría arquitectónica
Las pruebas arqueológicas muestran que la evolución de la vivienda se caracteriza por una elaborada y a menudo sofisticada geometría. (...) Esta geometría nació de dos fuentes naturales. Una puede ser llamada el orden constructivo y proviene directamente del proceso constructivo, de las características estructurales de los materiales de construcción. La otra tiene relación con el cuerpo humano y la percepción humana del espacio.
(...) El orden constructivo es el más obvio y comúnmente reconocido de los dos orígenes fundamentales de la geometría arquitectónica y urbanística. Surge de las características naturales de los materiales de construcción, conjuntamente con los procedimientos de puesta en obra de dichos materiales. En una construcción primitiva, los materiales, tales como troncos, piedras y tierra, son tomados directamente de la naturaleza casi sin alteración de su composición física y química. Con la evolución de las técnicas constructivas, los materiales fueron crecientemente alterados: los troncos cortados en forma de tablas, las piedras en bloques, la arcilla transformada en ladrillos y tejas y la arena fundida para transformarse en vidrio. En una sociedad industrial moderna, el estado natural de algunos materiales está tan cambiado que resulta irreconocible. El petróleo es convertido en plástico, el mineral de hierro y la bauxita, en acero y aluminio, la madera, laminada o desmenuzada y aglomerada. Aunque reconstituido, cada nuevo material, como el viejo, posee características físicas naturales a las que el proceso constructivo debe responder. (...)
Las dos formas principales de construir arquitectura son: columna y viga –o entramado- y muro portante. (...) El principio del entramado nació de la madera; en esencia, es un marco compuesto de pies y travesaños. La construcción con muro portante nació de apilar materiales tales como piedras, ladrillos y tierra para conformar paredes. Muchos edificios esbeltos son elaboraciones del simple principio del entramado y grandes catedrales de mampostería son elaboraciones del principio del muro portante. Las características geométricas de las construcciones deben responder a los materiales con que están construidas. Una estructura hecha de adobes debe tener paredes gruesas; si las paredes son de ladrillo cerámico, pueden ser más finas. Desde que el adobe se aplasta por un gran peso, aumentar el espesor cerca de la base de los muros distribuye el peso en una superficie mayor; desde que la cerámica es muy resistente al aplastamiento, se puede levantar muros de ladrillo de gran altura. Estas características afectan la forma y disposición de las aberturas, la solución del techado, las esquinas y así sucesivamente. En una estructura trabada, en cambio, la resistencia de las vigas de madera permite que las columnas estén muy espaciadas. Si, como en el templo griego, el entramado es de piedra en lugar de madera, las columnas que soportan el dintel de piedra deben ser más gruesas y más cercanas. Un techado simple se hace superponiendo tableros y tejas sobre las vigas de madera. En las obras de mampostería, el techo consiste frecuentemente de una serie de arcos que conforman una bóveda. (...)

La naturaleza de las cosas hechas por el hombre
Para el constructor, la geometría de la construcción no es algo abstracto. Es parte de la forma construida y del proceso de construcción. El arquitecto y teórico Dimitris Porphyrios sostiene que el arte arquitectónico y el acto de construir no pueden disociarse. En gran medida, aquello que constituye la arquitectura es una expresión poética de las pautas constructivas emergentes de la evolución “natural” de la construcción. Dicho de otro modo, la arquitectura no puede reinventarse; debe evolucionar de modo que, como señala Louis Kahn, “en la obra terminada deben sentirse sus orígenes”.

El sello de la costumbre y la convención social
W. Churchill realizó una vez la observación, hoy muy citada, de que la arquitectura que modelamos, a su vez, nos modela. Habitualmente, los efectos del entorno construido sobre nuestro comportamiento son demasiado sutiles como para que los reconozcamos, pero a lo largo del tiempo la experiencia de ese entorno puede ser más profunda y extensa de lo que notamos. Un ejemplo comparativo ilustra esta cuestión.
Consideremos las respectivas historias de la arquitectura japonesa y europea. Gran parte de la historia europea tuvo lugar en edificaciones con sólidas paredes de piedra, conformando recintos sustancialmente cerrados: fríos, silenciosos e introvertidos. En Japón, en contraste, se desarrolló una arquitectura altamente sofisticada estructurada por bastidores de carpintería abiertos, un sistema entramado disciplinado por una red ortogonal lineal. La historia japonesa se escenificó en estos edificios de interiores abiertos y fluyentes, sus finas paredes de pantallas deslizantes y perímetros abiertos al paisaje. En Japón, como en Europa, la humilde casa campesina, la vivienda urbana y los grandes y monumentales complejos religiosos y regentes siguieron una misma pauta arquitectónica.
(...) Igualmente, existen diferencias distintivas en otras características: calidades de la luz y el sonido percibidas desde el interior, durabilidad de los materiales y resistencia a las tormentas, terremotos y fuego, modo de calefaccionarse, de relacionarse con el suelo, de aparecer en el paisaje, etc. Estas diferencias seguramente generan respuestas en los patrones de vida y conducta personal, con las diferencias consiguientes que se reflejan en última instancia, más ampliamente, en las costumbres y valores sociales. Por ejemplo, los japoneses son capaces de mantener un sentido de privacidad personal bajo condiciones en que difícilmente podría hacerlo un europeo o un norteamericano. La situación más reveladora se encuentra en el tradicional baño público japonés, donde las familias se bañan una junto a otra sin aparentar notarse mutuamente. Han aprendido a respetar la privacidad personal viviendo en excepcional cercanía en edificios que no aíslan los sonidos entre locales contiguos y donde cerramientos sin paredes frecuentemente requieren fronteras mentales en lugar de reales. En la lengua japonesa no existe una palabra directamente equivalente a la inglesa “privacidad”. Según parece, la privacidad es para los japoneses más un estado mental que una realidad física, como para los occidentales. En cambio, las expresiones de la jerarquía social son más refinadas en la tradición japonesa que en Occidente. Por ejemplo, en el saludo mediante una leve inclinación de la cabeza. Esta también puede ser una costumbre acuñada en reconocimiento de la privacidad y la dignidad y el status social del individuo, a falta de una compartimentación arquitectónica claramente definida.
(...) En definitiva, en mucho nuestro mundo construido, con su arquitectura y sus ciudades, es visto por nosotros como vemos a la naturaleza –como una preexistencia con sus propias reglas y leyes de cambio y adaptación. (...) Hemos encontrado nuestro lugar en el mundo no por medio de un conocimiento cabal del todo, sino por un íntimo conocimiento de los lugares que son importantes para nuestra vida. Esta condición que compartimos con otras criaturas es nuestro sentido natural de lugar.